Estas una noche cualquiera rodeada de gente y mirando al cielo como una idiota, con el corazón en un puño viendo como no paran de saltar, y estás continuamente sorprendida, explota uno precioso de mil colores y te quedas fascinada, pero ese fuego no dura nada. Explota otro aún mejor, pero dura aún menos. Y de repente explota uno haciendo un ruido enorme que solo tu oyes, y ese no tiene nada de especial, es un fuego normalito, sin muchos colores y que no sube muy alto ni deja muchas chispas, pero a ti es el que más te a gustado de entre los 1000 fuegos artificiales que pueden haber explotado esa noche.
Y desde ese día te das cuenta de que quieres jugar con ese fuego todo el tiempo, sin evitar las quemaduras, porque estás deseando que te queden cicatrices de todo esto. Reconstruyes todo el tiempo el momento en que lo viste explotar, el momento en que lo oíste y te volcó el corazón. Y todo se convertirá en un juego de tontos, pero no te importa porque a pesar de ser un juego de tontos, será un juego solo tuyo y de la persona a la que no tuviste cojones de decirle “ para de ser tan jodidamente perfecto, que me estas enamorando”.
Y jamás entenderás porque a sido precisamente esa persona, cuando el resto del mundo afirma que los hay mejores. Jamás entenderás porque entre tantísimos fuegos bonitos que explotaron aquella noche, tuvo que ser precisamente ese que no tenía apenas ciencia, pero que tenía tantísima magia que por un momento de hizo volar.
Y a partir de entonces no te ha dejado de sonar en la cabeza aquel estallido y olor a quemado de tu fuego. Y tu vida entera se habrá convertido en llamas.
Será como el fármaco más fuerte, como un cóctel de drogas, una mezcla de alcohol a 200 por hora en una carretera estrecha, con barrancos y sin quitamiedos.
Amarle será cada día un subidón de adrenalina, tal y como la noche en el que apareció la única persona que supo encender la mecha que produjo dentro de ti fuegos artificiales